Con que alegría esperaba, día a día, el comienzo de la función.
Su vida era el teatro, ese teatro suyo que tan bien conocía, con sus filas perfectas de blancos palcos, las paredes en distintas tonalidades rosa y el telón...de un material suave y delicado al tacto.
Había nacido tras ese telón que tanto amaba y se dejaba envolver en la infantil fascinación de saber que al levantarse él, ella sería liberada. ¡Como esperaba, con angustia creciente el momento de verlo levantarse y dejar entrar las luces de proscenio! Era un instante mágico, de comunión perfecta con todo el universo. Ese ahogarse en la luz, abrasadora, libre...
Cada día se descubría a sí misma, llevando su actuación a verdaderas alturas de delirio. Con toques muy sutiles tocaba las teclas de cada sentimiento provocando en la audiencia las más complejas y emocionantes reacciones. Cuántas veces se había deleitado en este poder magnífico, que gozo, que locura.
Sí, definitivamente amaba lo que hacía, siempre había sido la Diva, la Divina, la dueña de todo el espectáculo y cuán tremendamente feliz se sentía del éxito obtenido.
Pero un día el teatro fue tomado por asalto, algo se rumoraba..., pero había hecho oídos sordos. Cancelaron funciones, se sellaron las puertas e invadieron su espacio dejándola impotente.
....Antonio el ermitaño estaba decidido, después de su lucha de años con la Diva, había resuelto el acertijo, meterse una piedra en la boca sería el modo perfecto de rendirla.
Así lo hizo Antonio, comenzando su tan ansiado peregrinar en el silencio...